El sábado pasado cogí el bus por la noche, influenciando por las virtudes del transporte público que pregona nuestro alcalde. Alguno de vosotros estaréis pensando: ¿Virtudes?, vale, si, soy un poco ingenuo. Supongo que eso, a parte de mi pijamita, es lo que enternece a tantas mujeres.
En el post de hoy os voy a contar mi experiencia con el servicio nocturno de autobuses de mi ciudad. Así comienza mi peripecia:
Llegué a la parada de bus todo ilusionado, esperando que éste llegase como mucho en 5 minutos. Como vi que a la media hora no llegaba, cogí la estampita del niño Jesús que siempre llevo conmigo, encendí un velorio que mangué en un pafeto y recé con toda la fe que tenía en el bolsillo con la esperanza de que en las próximas dos horas pasara el bus que me llevase hasta casa.
Al final parece que no tenía suficiente fe y el bus no paso en todo este tiempo. Pensé en alguna otra alternativa, pero la triste realidad es que la única forma de llegar a casa cuando acabas ciego perdido en una noche de juerga y ninguno de tus amigos te lleva porque va peor que tú, es el transporte público o el coche de San Fernando. Alguno de vosotros me dirá que el taxi es una alternativa, pero yo ya hace tiempo que la descarté, no por la crisis o porque sea un agarrado sino porque cuando estoy algo cocido, toda la gente que lo está menos que yo, levanta la mano más rápido y al final no hay manera de coger uno.
Siempre es la misma mierda, todo es por culpa de las malditas promociones. Empecé en un bareto que tiene la típica oferta de 2X1 en cubatas, y como ninguno de mis amigos bebe ron, tuve que bebérmelos a pares. Luego, fui a un pafeto donde daban regalitos con cada copa de “Santa Teresa”, a mi la verdad es que estas cosas me pierden, y empecé a tomarte una tras otra, hasta que conseguí la camiseta, el llavero, las gafas de sol, la linterna, el sombrero, el pantalón pirata, las sandalias y un pijamita de asas. Aún me quedaban otros diez regalos, pero no podía más y abandoné. Me largué frustrado y bastante ciego, por cierto.
Mientras me dirigía a la parada tuve que atravesar un parque en el que no paré de hablar con las farolas, contándoles todas las chorradas que venían a la mente como si se tratará de algún amiguete. La verdad, es que ellas siempre me escuchan y nunca me interrumpen, no como los listos parchís de mis amigos que siempre me acaban cortando el rollo para contarme alguna de sus historietas o darme algún estúpido consejo. Todo parecía perfecto, hasta que me di cuenta que las farolas me contestaban y claro, me tiré dos horas hablando con ellas de lo divino y lo humano, ¡Dios, se me estará yendo la olla!
El domingo me pasé por el mismo parque y las farolas pasaban de mí. Me ignoraron completamente como si no me conocieran. Como si no hubieran estado toda la noche anterior de palique conmigo. Unas hijas de su madre, vamos.
Y llegados hasta este punto yo me pregunto: ¿Por qué todo lo que acabo encontrando los sábados por la noche, acaba pasando de mí el domingo?
Esta es otra pregunta para las que no tengo respuesta.
Un abrazo,
Rato Raro
PD: No recuerdo como he llegado a mi casa.
PD: No recuerdo como he llegado a mi casa.