No quiero ponerme
melodramático, pero el día a día, sobre todo para un patoso confeso como
yo, esta lleno de peligros. Todos los días me estoy jugando la vida, actitudes
mías que pueden parecer pequeños despistes cotidianos se convierten en
terribles trampas mortales. Os voy a poner ejemplos reales:
Hace ya algunos años, cuando todavía vivía con mis papás, me pasó
un doloroso suceso. Os cuento, era sábado por la mañana, el día anterior
-corrijo la noche anterior- había sido muy intensa, nos equivoquéis la culpa la
tuvieron las copas porque de lo otro na de na. Bien, no me enrollo más que me
disperso, llamaron al teléfono (de los antiguos, no uno de esos móviles de
ahora, lo digo para que no haya malos entendidos), me arrastré como pude a
descolgarlo, era mi amigo Senén, que había estado de copas conmigo la noche
anterior, el muy capullo como no duerme no se le ocurre mejor cosa que llamarme
a las 11:00 de la mañana. ¡Bueno al tema!, descuelgo el teléfono y empieza a
rayarme con no se que paranoia. La verdad nunca le hecho demasiado caso, de vez
en cuando utilizaba algún tipo de monosílabo para que creyese que seguía la
conservación. Cuando de repente, sentí una punzada en la espalda, no me podía
mover y tampoco era capaz de soltar el teléfono. El muy cabrón cuando le empecé
a contar lo que me pasaba quería colgar el teléfono, yo le supliqué que por favor
que no lo hiciera, que esperara a que llegara mi madre, es que llevo fatal el
dolor en solitario. Mi madre llegó 1 hora y 34 minutos después, me vio allí
encorvado con el teléfono. Casi llorando le dije que no podía mover. Mi
madre quería llevarme a una vieja curandera borracha que todavía vive en mi
barrio para que arreglara la espalda pero el problema es que no me podía mover.
Llamó a mi padre y éste con la gran astucia que lo caracteriza, no se le ocurrió
mejor cosa que meternos (a mí y al teléfono) en un carretillo, eso si después
desenchufarlo, y llevarme a Manuela la curandera. El camino hasta su casa se me
hizo eterno, tenía una enorme sensación de ridículo, creo que todo el mundo nos
estaba mirando (a mí, al teléfono y claro está al señor José, mi padre).
Llegamos, nos abrió la puerta, estaba demasiado cocida para darse cuenta que mi
padre me llevaba en un carretillo, entramos los tres en su casa, Manuela empezó
a hostiarme con un palo en las manos hasta que solté el puto teléfono
(evidentemente lo solté rápido, al segundo hostión porque al primero todavía
estaba despistado), la verdad es que la muy cabrona se notaba que tenía experiencia
en estas situaciones. Luego empezó a machacarme la espalda y el dolor era tan
grande que le dije que parase para no sufrir más. Consecuencia: estuve una
semana tumbado en cama y un año sin coger el teléfono.
Recuerdo otra terrible experiencia. Eran las 6:31 de la mañana de
un lunes cuando sonó el despertador. Salí de la cama como buenamente pude y me
metí en la ducha. Cuando me estoy enjabonando la cabeza se me metió champú en
el ojo izquierdo. No se me ocurrió mejor cosa que mirarme el ojo en el espejo
desde la bañera, sin acordarme de que el puto espejo llevaba 4 bombillas de 220
voltios cada una. Lo giré para verme mejor (palabra del niño Jesús que me ha
pasado), de repente sentí una fuerte sacudida que hizo que se me fuera la
pierna derecha y lo único que recuerdo es que aparecí sentado en la bañera
tiritando como un pollo en pelotas, con la mano chamuscada, la nariz contra el
grifo de agua caliente y el tapón del gel clavado en uno de mis huevos. El
golpe fue tan fuerte que se abrió la puerta del microondas que estaba en la
cocina.
Os voy a contar otro de mis peligros cotidianos. Sábado por la
noche, llego a casa a las 5 de la madrugada después de haberme tomado alguna
que otra copita. Entro en la cocina y veo el precioso jamón que me había
comprado la semana anterior, me entró el hambre y decidí cortar un poquito de
jamón. Resultado 18 puntos en el dedo pulgar de mi mano izquierda y perdida
parcial del meñique de la mano derecha.
Hablando de llegar sábados todo tajado, recuerdo lo que le pasó a
un conocido mío cuando llego a su casa pimplado y se le dio por hacer unos
spaghetti. Mientras la pasta estaba hirviendo, él prefirió tumbarse un poquito
en el sofá cama. Tres horas y cinco
minutos después, se levantó porque las llamas le quemaban las piernas, la
cocina estaba negra y los spaghetti parecían churros de chocolate desinflados,
un saludito Diegito.
Recuerdo cuando un domingo esta en mi “loft” y me apetecía ir al
servicio pero como iba ser una cosa rapidita, no me puse las zapatillas ni
encendí la luz. De repente un crujido, ¡joder! me había pegado una patada en el
dedo meñique del pie derecho con el marco de la puerta del baño. En ese momento
el meñique salió disparado contra la televisión encendiéndose en Telecinco.
Empecé a soltar lágrimas como Marco cuando lo abandonó su mamá o como Bustamante
después de haber quedado tercero en OT, para luego inexplicablemente darme la
risa, insultándome “¡seré gilipollas!”, “¡seré gilipollas!”, ¡qué imbécil que
soy!”, Ja, Ja, Ja...
Para terminar, quién no ha intentando ponerse un jersey de cuello
cisne que te regala tu madre por navidad. En mi caso yo no lo he podido
olvidar. Recuerdo cuando mi madre me obligó a probármelo, intenté sacar la
cabeza, pero no era capaz, se me había quedado atascada durante más de una hora
y media, con la nariz y las orejas clavadas en el cráneo. Al final, tuvieron
que venir sacármelo dieciséis familiares y cinco vecinos. Lógicamente
arrancaron las orejas y la nariz me la dejaron como la de Belén Esteban.
Por estos peligros y muchas más razones rezo todas las noches un
“Jesusito de mi vida”. El peligro amigos no está en la calle, está en vuestras
casas.
Siempre vuestro, un desgraciado
RATO